Montserrat
Ocho
y media de la mañana. Una mañana de invierno. Conduces por la
carretera con escasos coches. La carretera
suficientemente amplia, bien asfaltada y señalizada. Sabes que
fuera del vehículo hace frío, pero tu vas calentita escuchando
pop lírica. Para distraerte un poco, miras a los conductores que
circulan en sentido contrario al tuyo. Llevan cara de sueño y
resignación. Ellos empiezan el duro día, tu acabas la dura noche.
Ya
ves la señal de obligatorio encender las luces. Ya llega el túnel,
anhelado túnel, que te inmersa en la oscuridad casi total, para
llevarte a la mejor estampa que cada día te ofrece la naturaleza.
Sales del agujero negro. Ves el recorte semicircular del final del
túnel.
Y
allí está, paciente, inmensa, quieta, señorial, montaña de
Montserrat. Hoy su cara este está teñida de rosa pálido. Una
inmensa roca rosa, recortada en un cielo azul, todavía tímido.
Sales completamente del túnel. Entonces la mágica montaña ocupa
todo tu horizonte visual.
En
un segundo miras por el retrovisor y compruebas que ningún vehículo
“te pisa los talones”. Frenas y reduces la marcha para poder
deleitarte de la visión, a pesar que viene la mejor cuesta abajo de
todo el trayecto. Pero no importa llegar cinco minutos más tarde a
casa. ¿Qué más da, después de doce horas de duro trabajo?
Ese
regalo de la visión de Montserrat es el primero de los muchos que te
esperan durante el resto del día.