viernes, 31 de diciembre de 2021

1-El HIJO (SI TU CIELO, YO AL INFIERNO)

 



                                     1-El HIJO (SI TU CIELO, YO AL INFIERNO) 

 

 

Una infancia estupenda, su hijo era un niño dócil, amable, obediente… Alguna que otra vez había que reñirle, pero como a cualquier criatura. Nada les hacía pensar que aquel niño que habían esperado con tanta ilusión, unos años más tarde les quitaría hasta las ganas de vivir.

 

 

Cuanto más mayor se hacía, más costaba reconducirlo. A veces era un simple “no” a una orden. Poco a poco el muchacho se dio cuenta que era mejor aceptar aparentemente, para luego hacer lo contrario de lo aconsejado. El tiempo fue surcando una vida paralela donde, por una parte estaba el niño amoroso y por la otra el niño que actuaba a espaldas de sus padres, ciegos ellos por no ver más allá de la apariencia. 

     La adolescencia dejó ver su verdadera personalidad. El chico ya se sentía con valor para enfrentarse a sus progenitores. Si le decían “no fumes”, la respuesta era “yo hago lo que quiero”. Si le replicaban “pero eso vale dinero”, el argumento era “me lo da un amigo”. A la pregunta “¿quién es ese amigo?” él contestaba “a ti que te importa”.  El joven se encontraba más cómodo en la calle que en casa, donde debía dar explicaciones de todo cuanto hacía. Comenzó bajando nota y acabó suspendiendo casi todas las asignaturas. La repetición de curso no evitó el fracaso escolar. 

     La escuela le angustiaba tanto como su casa. Así que en cuanto pudo dejó los estudios. Se quedaba en casa mientras trabajaban los padres, y cuando ellos regresaban salía con los amigos. Los padres insistían en que debía buscar un trabajo, pero si lo conseguía, le duraba poco. 

 

 

El chico pedía, más bien exigía, dinero a su familia; cada vez más cantidad y con mayor frecuencia. No dárselo suponía aguantar sus gritos, que  poco después pasaron a insultos y golpes a objetos, puertas o paredes. Tenían miedo que esos golpes fuera algún día contra ellos.  A esas alturas, los padres ya no sabían que hacer con él. Ya apenas tenían ni para los gastos de la casa; su hijo se bebía, fumaba, esnifaba o inyectaba todo lo que ganaban.

     Habían perdido la batalla, habían perdido un hijo. Peor aún, tenían la sensación que tenían un verdugo en su propia casa. Les embargaba una profunda tristeza. El amor que se tenía el matrimonio no era suficiente para evitar caer en la depresión.

     Comenzaron a visitar los médicos, pero la respuesta era siempre la misma: “Tienen que ingresar a su hijo en un centro de desintoxicación. Ustedes no están enfermos. Tienen un problema que hay que resolver”. Pero el hijo no quería ni oír hablar del tema. 

 

 

No sabían, no podían hacer nada. Hasta llegaron a comentar que ojalá el niño no hubiera llegado a nacer. Y cuando se daban cuenta de lo triste que era llegar a esa conclusión se ponían a llorar sin consuelo. Solo había una solución: alejarse. Pero aquí topaban una y otra vez con un dilema: “Es nuestro hijo, ¿cómo lo vamos a echar de casa?” Se decían.  Solo tenían ganas de morir, total ya estaban muertos en vida. Pero luego venía nuevamente el raciocinio: nosotros no somos el problema. Finalmente llegaron a una conclusión. Abandonarían la casa, abandonarían al chico. Comenzarían de nuevo, como si jamás hubieran tenido un hijo.