CUEVA DE LOS 100 PILARES
Ya habían pasado cuatro años desde que llegaron. Nuño y su familia vivían cómodamente en su hogar. Para entonces habían llegado más familias, las cuales habían excavado más cuevas. Los hombres bajaban a las tierras aledañas al río Cidacos para atender los cultivos; a veces iban a cazar. Las mujeres se quedaban cerca de la vivienda cuidando de los animales y tejiendo vestidos y calzados.
Con el tiempo los pobladores decidieron bajar al valle y construir sus casas con arenisca, la misma que habían sacado de las cuevas. Así lo hizo Nuño cuando se unió a Gadea. Las cuevas quedaron abandonadas.
Poco después unos monjes decidieron vivir allí en recogimiento y austeridad. En el monasterio rupestre de San Miguel los religiosos se dedicaban al estudio, los rezos y los cánticos. Cánticos que todas las tardes oía Nuño mientras recogía, limpiaba o remendaba los aperos de labranza. Había pocos monjes pero las oquedades excavadas en los pilares de la cueva potenciaban las voces, pareciendo que hubiera muchos más.
Jamás se hubiera imaginado Nuño que varias generaciones posteriores utilizarían algunas de aquellas pequeñas cavidades como columbarios. Tampoco llegó a saber que pocos siglos después de su llegada a la cueva, los monjes tuvieron que huir de allá y refugiarse en el Monasterio de Suso; los árabes habían conquistado la península ibérica. Su vivienda inicial, aquella que con esfuerzo y tiempo habían excavado, fue lugar para hierbas, brebajes y pócimas que los invasores usaban para sanar enfermedades y heridas.
¡Ay, pobre Nuño! ¿Qué hubiera pensado si después de siglos de abandono hubiera visto cómo lugareños desposeídos llegaban a reocupar ese hogar de su infancia y primera juventud?
Aquellas cuevas volverían a ser desocupadas a medidos de siglo XX. Se abría paso al nuevo negocio: un enorme palomar daría de comer a muchos habitantes de la zona
Lástima que Nuño nunca supo que su hogar es hoy día centro de visitas para amantes de la cultura, estudiosos y turistas.
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