Jueves 10 de abril de 2025
Este capítulo va a ser el más extenso de todos. No podemos perder de vista que el fin último era pasear por la ciudad que nos vio nacer.
Para mis hermanos ir a Málaga era como recibir una inyección de adrenalina. Además, aquí habían venido a parar las cenizas de nuestra madre, fallecida en 2012.
Ellos recuerdan vívidamente los años de infancia transcurridos en esta zona. Yo, la verdad, todo lo que sé de nuestra historia familiar en el sur es porque ellos, mis padres y mis primos me lo han explicado. He de decirlo, no tengo esa sensación de pertenencia; desconozco si es porque era muy pequeña cuando emigramos a Terrassa o si se debe a mi carácter, mi manera de ser. Quizá sea esto último, pues sé de gente que ha nacido en Cataluña, siendo hijos de personas llegadas de otras tierras de España, y se sienten del lugar de sus antepasados.
A Málaga llegamos el día anterior por la tarde, faltando poco para el anochecer. Si no hubiéramos parado por el camino hubiéramos tardado tres horas en llegar, pero tal como expliqué anteriormente aprovechamos el trayecto para visitar la Cartuja de Jerez de la Frontera y el Castillo de Colomares. Así que llevábamos un día muy ajetreado.
La entrada fue progresiva; de menos a más, de menos tránsito a más coches y bullicio. Nos adentramos en el mismísimo centro de Málaga, con gran tráfico, calles angostas, semáforos y gente, mucha gente. Las calles cada vez eran más estrechas, hasta que la que albergaba el hotel era de un solo carril y sin zonas de aparcamiento en ninguno de los dos lados. Además, las aceras, muy estrechas. Había muchas personas deambulando por la calle, que se veían obligadas a tener que caminar de vez en cuando por la calzada.
Había llamado al hotel días antes para saber si tenían aparcamiento; para mi desolación me dijeron que sí había, pero que no estaba en el mismo edificio, y que no podían garantizarnos que hubiera plaza.
Mi gran preocupación era dónde pararía el coche para que ellos tres pudieran bajar las maletas. La idea era esperar un momento hasta que les dijeran si podíamos dejar el coche en el aparcamiento del hotel y que, en caso afirmativo, les dieran la dirección.
Por suerte había una zona para estacionar momentáneamente (solo un vehículo) y estaba libre. Bajé para ayudarles con el equipaje. Entonces vimos aparecer a un señor de mediana edad, calvo, con gafas y con una sonrisa perenne, que bajaba las escaleras del hotel. Venía directo hacia nosotros. Yo, angustiada y con prisas porque creí que el coche podía molestar. Entonces el hombre nos dijo:
—Bienvenidos al hotel Don Curro. Les ayudo con las maletas, no se preocupen.
Vi como con gran agilidad cogía una maleta en cada mano y las dejaba en el hall del hotel, bajando pronto a buscar las otras dos mientras mis hermanos aún se colgaban bolsos y mochilas. Luego, con la misma presteza nos indicó:
—Denme la llave, yo lo llevaré al parking. Cuando necesiten el vehículo lo avisan en recepción media hora antes de la salida y yo se lo volveré a dejar aquí.
Le pregunté el nombre; Carlos me dijo. No lo olvidaré jamás porque se llamaba como mi adorable sobrino.
Yo no sé qué apariencia tendrá Dios, pero se debe parecer mucho a Carlos, el asistente del hotel Don Curro. Porque me pareció que no era correcto, pero en aquel momento le hubiera dado un abrazo para expresarle mi gratitud. Me sentí como si me hubieran quitado una gran losa de encima.
Seguidamente del check in Carlos nos subió las maletas, primero a las «tres mosqueteras» y luego a «Dartañán».
Todos los que me conocéis sabéis que al atardecer yo me «apago», igual que el sol. Había sido un día muy movido. Por otro lado, Málaga, para nosotros, simbolizaba mucho más que una ciudad; estábamos emocionados, y, como suelo decir, las emociones cansan.
Yo solo tenía ganas de ducharme y ponerme el pijama. Beli también estaba cansada. A Manolo y a Maruchi, sin embargo, les apetecía hacer una primera toma de contacto por las calles de la ciudad, además de que debían comprar algo para comer. A su vuelta cenamos en la habitación de las chicas.
Lo bonito fue al día siguiente. Nos fuimos directos a desayunar chocolate con churros. Ya en la calle una señora muy amable nos indicó dónde encontraríamos el lugar adecuado. Curiosamente, no había apenas gente deambulando. Alguien de nosotros le comentó a la misma mujer que cómo era que había tan poca gente por las calles. Curiosa, la respuesta: «Es temprano, los turistas aún no han salido a pasear. Todos los que ustedes vean por aquí son trabajadores o personas que van a la plaza a comprar».

Después del desayuno, fuimos al mercado de abastos, lugar inevitable para mis hermanos. Para ellos es un lugar muy simbólico, ya que recuerdan que mi madre había tenido un puesto donde vendía diversos productos. Eso antes de dedicarse al estraperlo, para ganar más. Ellos miraban frutas y pescados, y yo, como siempre, me fijaba en la arquitectura, las vidrieras pintadas y los arcos que aguantan el techo. Se paraban a menudo en los puestos, preguntando mil cosas y explicando varias veces que nosotros éramos de allí. Por suerte, el carácter malagueño, extrovertido, de los vendedores daba pie a conversaciones interesantes, donde siempre aprendíamos algo.
Ya casi salíamos del mercado por la otra puerta cuando Manolo fijó la atención en un puesto. ¡Había reconocido aquel pan! Era el de la panadería de Rafael, aquel vecino nuestro del barrio del Puerto de la Torre, el que nos regalaba de vez en cuando un chusco, y algunas de ellas, a escondidas de nuestro padre, ponía dentro un trozo de chorizo o de jamón. Se dirigió a la dependienta. Allí estuvieron hablando animadamente un buen rato, poniéndose al día de todo, pues la muchacha era conocida de la familia del dueño de la panadería.
Luego paseamos por la calle Marqués de Lario
s. De ahí, a la de Pedro de Toledo. En esta calle vivían mi abuela y mi tía con mis primos. Ellas eran las encargadas de la portería del colegio que daba justo por detrás, en la misma manzana de la calle San Agustín, donde está la iglesia que lleva su nombre.
Cada vez que visitamos Málaga nos resulta imprescindible pasar por este lugar de confluencias de calles, donde hay una inmensa higuera; mi primo Antonio recuerda perfectamente cuando era niño y la plantaron. Dice mi prima Pepi que en ese colegio conoció a Pepa Flores, antes de convertirse en la popular Marisol; recuerda haberla visto cantar y bailar a la hora del recreo. Actualmente, el colegio se ha convertido en un museo: el de Picasso. También según Pepi, que visitó el museo, se han respetado restos arqueológicos que había en el subsuelo; tras un cristal pudo reconocer parte de la que fue su casa.

Después atravesamos el pasaje Postigo de San Agustí
n hasta llegar al restaurante El Pimpi. Tengo entendido que antes lo regentaba un familiar nuestro, y que hace un tiempo lo compró el actor Antonio Banderas, el cual vive muy cerca del mismo. Este lugar, además de tener una comida buenísima, abundante y barata, posee un interior digno de ser visto. Curiosamente te puedes pasear por él solo por el placer de verlo, nadie te atosiga para que te quedes a tomar algo. Es un sitio donde puedes entrar para ver, comer —si quieres (y bien)— y salir cuando creas oportuno.
Antonio, mi primo, que es un entusiasta de la historia —mucho más que yo—, me ha explicado que la palabra «Postigo» viene de que en tiempo remoto el sereno cerraba el pasaje con una puerta de madera (postigo), para evitar la entrada de ladrones. Por eso, en lugar de llamarse Pasaje San Agustín, le quedó el nombre de Postigo San Agustín.
Luego llegamos a la calle Alcazabilla, donde se puede ver en primer plano el teatro romano de Málaga, y al fondo el monte Gibralfaro, con su castillo y el Parador Nacional.
De allí pasamos al paseo del parque, donde pudimos ver una escultura a tamaño natural de un cantante con su traje típico de la zona, su gorro verdialero y un pandero.A esa hora ya dudábamos de si dar la vuelta para ir a comer o seguir andando hasta la zona del puerto. Ambas opciones contaban con el mismo recorrido, pero si íbamos hacia el mar, a la vuelta tendríamos que andar más, y Beli ya estaba cansada. Al final decidimos que, si hacía falta, a la vuelta tomaríamos un taxi. Gran decisión, ir a la zona portuaria; allí hay buena oferta de restaurantes. Nuevamente tuvimos suerte con la elección. No recuerdo qué comimos pero sí recuerdo que me llamó la atención uno de los platos de la carta: «arroz del señoret». Así, en «catañol», como decimos en mi casa cuando mezclamos los dos idiomas.
Ya bien descansados bajamos un poco hacia el mar. Allí encontramos el faro, al que los malagueños llaman cariñosamente «la farola».
Pues bien, no nos hizo falta tomar un taxi, habíamos repuesto suficientes fu
erzas. Incluso Beli, que durante todos aquellos días de estancia andaluza siempre parecía cansada, ahora estaba con unas energías renovadas. Volvimos andando hasta la calle Marqués Larios, donde habíamos quedado con mi primo. También vinieron su esposa y su hija. Paseamos muy agradablemente por el centro de la ciudad, escuchando historias del pasado y del presente.
Acabamos en la terraza de El Pimpi” comiendo pescaito frito.

Día redondo, de los de verdad.