sábado, 13 de septiembre de 2025

Hermanos en Andalucía-Jueves 3 de abril de 2025

 

                              Jueves 3 de abril de 2025



Hoy nos despedimos de los pueblos blancos de la sierra de Andalucía después de desayunar, no sin antes recalcar que el personal del restaurante me pareció de diez; amabilísimos. No solo estaban pendientes de que no nos faltase nada en la mesa ni en el bufé, sino que también nos preguntaron: «¿Qué tal ayer? ¿Hoy a dónde van?». Además, nos orientaron y nos dieron consejos sobre sitios a visitar. Lo mejor del hotel: el valor humano.

Pues, tal cual comentaba, tras el desayuno, como cada día, subimos a la habitación para acabarnos de asear. Luego caminamos hacia el parking, que se encontraba bajo el Alcázar.

Tomamos la misma carretera que ayer, con un paisaje precioso. Esta vez lo disfrutamos más, quizá porque ya estábamos familiarizarnos con él: monte bajo con verdes de distintos tonos, aunque con predominio del verde intenso; el de los cuentos infantiles, como digo yo. Ese color contrastado con el cielo azul y las nubes, entre blancas y grise
s, todo precioso.

Manolo, que iba de copiloto, de vez en cuando bajaba el cristal de su ventana y encendía su pequeña cámara, la que le había regalado mi hija Irene en su ochenta cumpleaños, y grababa un poquito.

Poco antes de llegar a la población de Algodonales (otro pueblo blanco, pero que habíamos descartado porque sabíamos que era imposible de verlo todo), nos desviamos a la derecha. Entonces comenzamos a ver Zahara de la Sierraa lo lejos; tras cada curva lo veíamos más cerca y más bonito.

«Juani, cuando encuentres un sitio adecuado, te paras», me dijeron mis compañeros de viaje. Aparqué el coche en la entrada hacia un pequeño camino. Manolo salió disparado, carretera adelante, para hacer las fotos desde un terraplén que había. Maruchi bajó también y empezó a subir un montículo. Beli y yo le gritamos desde el coche para que desistiera, pero ella siguió gateando hasta llegar arriba. ¡Qué atrevida esta mujer! Pero la verdad es que hizo unas fotos chulísimas.

 

 

Ya llegando a Zahara de la Sierra, tuve que hacer un stop porque nos incorporábamos a una nueva carretera, y al mirar hacia la derecha para asegurarme de que no venía ningún coche, vimos un coqueto camino que subía hacia un mirador. Lo tuvimos claro al instante: dejamos el coche por allí y nos dispusimos a subir.

¡Qué bonito! Este pueblo visto desde lejos tiene forma de C invertida, como si fuera una luna creciente, blanca, entre el verdor del paisaje. Con un pequeño castillo y una torre del homenaje que lo vigila desde la altura.

Luego, un señor muy amable nos indicó por donde debíamos subir para llegar al centro del pueblo. Sí, subir: por estos pueblos blancos andaluces no se camina, se sube o se baja. Y otra vez, en la plaza principal, otro mirador hacia el embalse de El Gastor, formado por el río Guadalete.

En dicha plaza, llamada del Rey, se halla la iglesia de Santa María de la Mesa y tres restaurantes. Comimos allí mismo, en la terraza de uno de ellos, con la caída del agua de la fuente natural que hay en uno de los rincones como sonido de fondo.

Una anécdota divertida: Beli llevaba como bolso un saco de tela colgado a la espalda. Era un regalo de los hijos de su expareja. La bolsa de tela llevaba dibujado el escudo de Suiza. En el mirador había unos turistas que le preguntaron en español, con mucho acento suizo, que si había estado en el país alpino, que ellos eran de allí y les había llamado la atención que llevara el escudo de su nación. Y mi hermana, a quien le encanta la interacción personal, les estuvo explicando que sí, que había estado en tal y cual sitio, y que le gustaba mucho ese país, por el paisaje, por la cultura, por lo agradable de su gente… En fin, que casi la tuvimos que arrastrar para irnos hacia el coche, pues aún teníamos mucho que visitar.

Dejamos Zahara de la Sierra y nos dirigimos a Grazalema. Parece ser que hay dos caminos hasta llegar a este pueblo, pero no sé por qué mi GPS nos llevó por el complicado, lleno de curvas y carreteras más estrechas. Aun así, lo agradecí enormemente, pues me resultó un placer conducir por el monte bajo, entre pinares y pinsapos, sin apenas circulación. Yo veía que subíamos y subíamos, y es que estábamos llegando al Puerto de las Palomas. Afortunadamente había donde dejar el coche, y ¡un nuevo mirador! No tuve duda: quería saber qué se apreciaba desde arriba (sí, arriba otra vez). Maruchi y Manolo me siguieron; tienen el mismo espíritu explorador que yo. Beli se quedó en el coche; estaba cansada la pobre ya de tanta subida y bajada. Desde el mirador lo que más me llamó la atención fueron los buitres y las águilas que parecían volar cerca de nosotros; estábamos a casi mil doscientos metros de altura.

Al poco llegamos a Grazalema. Dejamos el coche, como normalmente hacemos, en uno de los aparcamientos que disponen estos pueblos de calles estrechas y escarpadas. Bajando hacia el interior del municipio volvimos a ver el río Guadalete, que por aquí baja aún pequeño pero con mucha fuerza. Nos dirigíamos al Mirador de los Peñascos, donde hay una graciosa pérgola, cuando nos cruzamos con un grupo de mamás que estaban sentadas hablando de sus cosas mientras sus hijos correteaban por allí. Uno de mis hermanos les preguntó si íbamos en la dirección correcta; yo sabía que sí, pero ellos siempre tienen ganas de hablar con la gente. Y, efectivamente, se produjo el esperado intercambio:

—¿Por aquí vamos bien para el mirador?

—Sí. Todo recto «pa» bajo. «Na», de seguida lo encuentran.

—Gracias. Es que estamos visitando los pueblos blancos. Luego vamos a Benaoján.

—¿Benaoján? —Las muchachas se miraron entre ellas y se encogieron de hombros—. Pero si ahí no hay mucho que ver… Yo de ustedes «mejó» iría a Benamahoma. Es mucho más bonito, ya verán.

Pues sí, así lo hicimos. Benamahoma es pequeñísimo pero encantador. La calle principal, con macetas colgadas en sus fachadas, nos llevó directamente a una especie de ruedo de toreo, con unas cuantas gradas que al subirlas hacen de mirador también. Allí mismo hay una efigie conmemorativa a Antonio Román, personaje ilustre del pueblo. Por cierto, hay vecinos que utilizan esa plaza de toros para aparcar sus vehículos.

Al iniciar el camino de vuelta al hotel volvimos a tomar la misma autovía por la que habíamos pasado el día anterior para ir a Olvera. Y, por supuesto, volvimos a ver las vistas del pantano de Bornos. Sabíamos que ya no pasaríamos nunca más por ese lugar, así que decidimos desviarnos para acercarnos a la población y ver de cerca el embalse. Valió la pena porque entre las viviendas y el agua hay una gran explanada, con un balcón.

Bajando por las calles de la población vi un letrero junto a una flecha que decía: «Mirador de la carretera antigua de Bornos». No comenté nada, no le di mucha importancia. Pero cuando llegamos al balcón del embalse nos quedamos un poco decepcionados, porque era al mismo nivel que el agua, y si bien era bonito, no tenía las vistas que creíamos. Bajaron ellos tres. Yo desde el mismo coche ya lo veía; no me apetecía bajar. Entonces me acordé de aquel letrero y pensé que desde el mirador todo sería más bonito.

Mis hermanas entraron al coche; Manolo aún hacía fotos. Les comenté que podíamos seguir las indicaciones hacia el mirador sin decírselo a él. Pero el chico, observador, cuando vio que no tomaba de regreso el mismo camino por el que habíamos venido, me lo señaló:

—Juani, por aquí no es.

—¡Ops! —fingí—. Me he equivocado. Ahora cuando pueda doy la vuelta.

Yo me reía interiormente de su inocencia. La carretera, estrecha y con pendiente, nos dejó en un punto perfecto. Ahora sí pudimos apreciar la magnitud del embalse. Y, entre risas, le confesé que lo habíamos llevado hasta allí engañado. Casi no me escuchó: salió corriendo para hacer fotos.

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