domingo, 14 de septiembre de 2025

Hermanos en Andalucía-Viernes 11 de abril de 2025

Viernes 11 de abril de 2025

Bajamos a desayunar a una cafetería que hay delante del mercado, pues el hotel no tenía ningún tipo de servicio de restauración, ni siquiera máquinas de café. De hecho, era un hotel muy céntrico, por lo que solo con pisar la calle había donde comer por todas partes.

Pagamos las dos noches y pedimos que nos trajeran el coche. Lástima, esa mañana Carlos no trabajaba, nos hubiera gustado despedirnos de él.

Tras conducir dos horas paramos para comer y llenar el depósito de gasolina. La cuestión es que fue un día dedicado plenamente a la conducción. Manolo estuvo un rato al volante; era la primera vez que lo hacía desde que llegamos a Jerez de la Frontera, cuando se encontró mal aquella noche. En esta ocasión, todo perfecto, según lo planeado.

No obstante, a la llegada al hotel de Benicàssim todo se giró. Recuerdo perfectamente que llegamos cuando comenzaba el atardecer. Dejamos el coche en el aparcamiento exterior del hotel, boquiabiertos al ver la magnitud del edificio: era enorme. Al hacer el check in preguntamos si podíamos cenar allí mismo, y sí, no había problema. A la entrada pagaríamos y, luego, como era self-service, podríamos comer lo que quisiéramos. Perfecto, nos dijimos.

Subimos a las habitaciones, y poco después bajamos con la intención de entrar en al comedor. Pero… ¡había una cola de casi veinte metros! Nos colocamos los últimos, mientras veíamos que tras nosotros se situaban más y más personas. La cola no avanzaba, pues el restaurante aún no estaba abierto.

Los cuatro, que ya nos conocemos, nos miramos sin abrir boca pero pensando todos lo mismo: nos largamos de aquí. No sé quién lo dijo primero, pero, como en otras muchas ocasiones durante este magnífico viaje, no hubo réplica, sino unanimidad.

—Aquí no solo hay cola para entrar, es que dentro habrá cola para coger la comida. Será horroroso acercarse a los mostradores. La playa está solo a unos diez minutos de aquí. Seguro que hay un paseo marítimo y muchos chiringuitos. ¿Vamos?

Brillante idea. Si bien Beli y yo ya teníamos ganas de acabar la jornada, el aire fresco de la incipiente noche nos dio energía para caminar. Pero el paseo marítimo como tal no existía en esta parte de la población; los edificios acababan literalmente en la playa. La mayoría eran viviendas.

No se veía, pues, a casi nadie por las calles. «Todo el mundo está en la cola del comedor del hotel», recuerdo que pensé. Encontramos a pocos metros un restaurante en el que había mucha gente. Pero… ¡otro chasco! Estaban celebrando una preboda, y, claro, no estábamos invitados; no nos podíamos quedar. La metre, muy amable, nos aconsejó que nos dirigiéramos a la parte lateral del mismo restaurante, donde posiblemente nos podrían ofrecer algo de cena. Allí solo había dos camareras. Eran mesas altas con taburetes. Nos dijeron:

—Claro, como hay una celebración no habíamos previsto nada en la cocina, pero unas patatas chips y unas olivas o algo así se pueden tomar aquí, estarán bien tranquilos.

Y tan tranquilos, no había absolutamente nadie. Yo me aparté y les dije: «Vámonos». Beli, que es la más observadora, repuso:

—Viniendo para acá he visto un supermercado. Mejor compramos cualquier cosa y comemos en la habitación, como hemos hecho siempre.

Por fin parecía que aquel día algo nos iba a salir bien. A todo esto, ya era noche cerrada. Recuerdo calles desiertas en las que se oía únicamente nuestras pisadas. Al llegar vimos que el acceso a vehículos tenía una cadena. Parecía fantasmal, pero había luz en el interior del establecimiento. Al entrar, un letrero nos advertía que se cerraba a las nueve. Miré el móvil, faltaban diez minutos. Nos dividimos: «Quien encuentre el agua que la coja». Yo tenía claro que quería ensalada, mi gran comodín. Nos encontramos en la caja a pocos minuto de cerrar con agua para dar y vender, pues todos habíamos pasado delante de ella. Y como somos como somos, como nos han educado a todos por igual, recorrimos nuevamente a los pasillos para devolver las botellas de más, ya que nos sabía mal dejarlas allí mismo, al lado de la cajera.

Por lo menos no nos iríamos a la cama sin cenar.

Al final resultó ser un plan ideal; apetecía cenar en la miniterraza, la de las chicas, como siempre. Improvisamos un pequeño comedor con la mesita de noche. Ya relajados comenzamos a comer, pero entonces… ¡empezó a llover! Bueno, suerte que la terraza era techada, aunque los que estábamos hacia el exterior nos mojábamos la espalda. Así que bien apretujados hacia el interior conseguimos acabar la cena. Y luego a dormir.

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