Viernes 4 de abril de 2025
Hoy, viernes, teníamos programado ir a Aracena para visitar la Cueva de las Maravillas, pero ya días atrás habíamos visto en la aplicación del tiempo que se esperaban lluvias por toda la parte occidental de Andalucía. Así que el día antes, bien temprano, llamé para que nos cambiaran las entradas para el lunes. Por lo tanto, teníamos día libre para visitar Jerez. Pero… aquí también llovía.De todas formas, no nos amedrentamos y bajo los para
guas nos dirigimos al Mercado Municipal; como se encontraba muy cerca de nuestro hotel, siempre podíamos volver a él en caso de que hiciera falta.
El Mercado de Abastos de Jerez de la Frontera fue construido a finales del siglo xix sobre un antiguo convento que perdió la iglesia con la desamortización de Mendizábal. Antes de entrar vimos unos cuantos puestos en el exterior, cubiertos por toldos plastificados para no mojarse. Nos llamó la atención ver en los tenderetes de verduras las acelgas colgadas con un cordel y un gancho en los hierros que sujetaban los toldos.
Decidimos luego ir a la estación ferroviaria para informarnos, pues al día siguiente queríamos ir en tren a Cádiz. A la vuelta, Beli no se encontraba bien: se sentía muy mareada. En la calle que iba de la estación al hotel había una farmacia, donde entramos para que se tomara la tensión y se hiciera otros controles. Afortunadamente todo estaba bien. Era cansancio, creo que también mezclado con emoción, pues ella es muy emocional. Y la emoción, siempre lo he dicho, cansa. Aprovechamos para que Manolo también se hiciera controles, y de nuevo todo bien.
Después visitamos el exterior de la bodega González Byass (la del Tío Pepe), el Alcázar y los jardines que lo rodean. Al final no entramos en ninguna de las varias bodegas de la ciudad. Aunque parezca mentira, a pesar de estar doce días por Andalucía, nos quedaron muchas cosas por ver y por hacer.
A dos minutos del Alcázar está la catedral, sencillamente preciosa y majestuosa, de estilo barroco y neoclásico. Se construyó entre los siglos xvii y xviii, y recoge una exposición de importantes pintores. No pudimos entrar porque ya estaba cerrada. En la plaza de la catedral se puede ver una bonita perspectiva de la parte oeste de la ciudad. Desde allí divisamos las agujas de una iglesia, y nos propusimos ir para allá. Alguno de mis hermanos le preguntó a un grupo de jóvenes que estaban sentados en la escalinata de la catedral. No supieron darnos indicaciones; nos dijeron que ellos no eran mucho de iglesia. Se mostraron como preocupados de no podernos ayudar. La cuestión es que estábamos ya comenzando a caminar orientados solo por las torres que habíamos visto cuando una de las muchachas, móvil en mano, nos vino a decir que era la iglesia de San Mateo. La chica había hecho llamadas y averiguaciones para poder satisfacer nuestra curiosidad; un encanto, la verdad. Camino a la iglesia nos encontramos con la bodega Fundador. Una vez llegados a nuestro destino vimos a muchos jóvenes en la puerta trasera de la iglesia. Al entrar nos encontramos con dos tronos casi acabados de preparar para la procesión de Semana Santa. Y es que nuestro viaje acababa precisamente el día antes del domingo de Ramos; toda la zona cristiana se encontraba preparándose para rememorar la muerte de Jesucristo. Me sorprendió gratamente ver a gente tan joven con fervor y fe.
A la vuelta nos dispusimos a cenar algo en la plaza del Arenal. A pesar de que ya eran las nueve de la noche, aún era de día; de este a oeste de España hay casi una hora solar de diferencia. El camarero ya había tomado nota, y esperábamos que nos sirviera lo pedido cuando se acercó un muchacho alt com un sant Pere, dicho en catalán, o como un día sin pan, en castellano. Su piel era oscura, casi como el chocolate sin leche, el que más me gusta de todos los chocolates. El hombre vino directo hacia nosotros; creo que vio a cuatro abuelos y pensó: «Hoy lo vendo todo». Traía pulseras hechas de hilo rojo, de esas que llevan nudos y que dicen que espanta el mal de ojo. Lo sé porque yo no me quito nunca la que me hizo mi amiga Isabel, y la verdad que no me puedo quejar…
Con su sonrisa de dientes blanquísimos nos las ofreció; no recuerdo el precio. Todos le dijimos que no. Sin perder ni un ápice de su amabilidad el vendedor le dijo a Manolo:
—Tú bien. Tú tres mujeres.
Nos pusimos todos a reír. Entonces empezó a mover la cabeza de Manolo a Beli y viceversa, hasta que añadió:
—Pero esta muy igual que tú.
Ahí sí que nos entró un ataque de risa. Como pudimos, entre carcajadas, le dijimos:
—Es que somos sus hermanas, no sus esposas.
Entonces reímos los cinco.
—Toma. Regalo. Regalo yo a tú. No pagar.
Le dio una a cada uno de ellos. Cuando me iba a regalar la mía le repuse mostrando mi brazo que no, que yo ya tenía. El pobre muchacho no solo no vendió, sino que además regaló. Ojalá que alguno de los dioses, el suyo o el nuestro, le haya llevado por el buen camino que se merece.
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