Martes 8 de abril de 2025
Hoy teníamos apuntados cuatro pueblos para ir a visitar, pero, como días atrás, tuvimos que eliminar alguno. Quizá si hubiéramos hecho el viaje con la mitad de los años que teníamos hubiera sido posible. Sin embargo, no se trata de ver por ver, sino de visitar y vivir momentos. Lo importante es disfrutar de los preciosos lugares y, sobre todo, de nosotros mismos. Así que de cuatro nos quedamos con dos.
Con la misma ilusión de cada día tiramos camino hacia Vejer. Después de una hora, aparcamos a las afueras del pueblo, y pronto llegamos a las primeras calles, con su blanco inmaculado. La primera grata impresión: los muros están decorados por grupos de macetas, cada uno de ellos de un color, que contrastando con el blanco de las paredes da una vida especial a todas las calles. Creo que Vejer de la Frontera es el pueblo más pequeño que hemos visitado, aparte de Benamahoma. A pesar de sus calles con cuestas y alguna que otra escalera, lo recorrimos con gran facilidad.
Lo primero que fuimos a ver fue el mirador de la Cobijá. Nos resultó fácil llegar a él. Desde allí se divisa el pueblo entero. La característica principal de este mirador es la estatua totalmente negra de una mujer vestida con un atuendo que le tapa todo excepto los ojos. Lo primero que pensé fue que era un monumento a la mujer nazarí, pues me recordaba a la indumentaria del burka. No obstante, más adelante, cuando pasamos ante el museo, un pintor que exponía sus cuadros al aire libre nos explicó que esa escultura es un homenaje a la mujer castellana que vino tras la expulsión de los árabes, pues esa era la indumentaria de aquellas mujeres llegadas de tierras cristianas. Nos explicó que cada año, para la fiesta del pueblo, es característico que las muchachas se disfracen de cobijá porque es el traje típico de la localidad.
Curiosamente, el castillo está integrado en el pueblo. Tanto es así que, para subir a las almenas que aún quedan, tuvimos que atravesar el patio de una casa particular. ¡Y vaya patio! Precioso, cargado de plantas, algunas figuras y una fuente. Supimos que era par
Callejeando, llegamos a un balcón que daba a la plaza de España, centro neurálgico del pueblo y donde se encuentra el ayuntamiento. Lo llamativo de esta plaza es su fuente, con varios caños, algunos salidos de ranas, que parecen bañarse allí mismo.
Me hizo ilusión oír a un muchacho hablarle en catalán a su acompañante. Pensé que era un buen momento para practicar mi segunda lengua, pero el chico no estaba por la labor de hablar, así que la conversación fue corta.
Descubrimos que desde el interior de un bar se accedía, también libremente, a unas calles estrechas, blancas e igualmente llenas de macetas.
Al final de la mañana encontramos un buen sitio para comer. Luego partimos para Medina Sidonia.
Por ser el último pueblo de Cádiz que visitamos, la llegada no nos resultó agradable. Queríamos aparcar en el primer aparcamiento gratuito que se veía en el mapa, que era el del tanatorio de la ciudad. Pero para llegar donde comienzan las casas había que subir andando una gran cuesta, larga y asfaltada. Estábamos cansados, por lo que decidimos subir un poco más con el coche. Encontramos entonces un pequeño descampado, justo al comenzar los edificios, frente a lo que parecía un taller de vehículos. Yo, que soy muy legalista, les pregunté a dos hombres que pasaban justo por allí en aquel momento:
—Buenas tardes. ¿Saben si aquí se puede aparcar?
Uno de los dos, el que parecía mayor, con cara agria y sin dejar de caminar, me espetó:
—Aquí no es un lugar seguro, mejor que aparquen en el tanatorio.
Vi la incomodidad en la cara del hombre joven que iba a su lado; creo que sintió vergüenza ajena. Por lo visto, la oratoria no es lo mío; las pocas veces que he hablado por aquí la respuesta ha sido cortante. Dejamos el coche allí, sí, pero me fui con el quemazón: ¿y si cuando volviéramos alguien le había hecho algo al coche?
En mi particular programa de viaje, la idea era llegar a Medina Sidonia y estar por allí hasta el atardecer, pues había leído que había un bar en el centro del pueblo, en la zona alta, con una terraza desde la que se divisaba la puesta del sol. Pero en esta parte occidental de la península anochece muy tarde. No nos esperamos.
Andamos por sus calles. Esta pequeña ciudad ya no tiene las calles estrechas y encaladas. Nos encaminamos hacia el casillo; nosotros siempre buscando los puntos altos para las vistas. Tras llegar al recinto del castillo, realmente bonito, rodeado de un gran parque ajardinado, comenzamos a subir y subir; se nos hacía interminable, pues nunca llegábamos a la zona alta. Quizá, todo se ha de decir, estábamos demasiado cansados para aquella caminata.
Sea como sea, volvimos sobre nuestros pasos. Pasábamos entonces por una calle de preferencia peatonal cuando unas mujeres que estaban apostadas en un portal nos preguntaron cuando estuvimos a su altura: «¿Saben a qué hora abren las tiendas?». Les dije que seguramente a las cinco, que faltaban pocos minutos. Nos extrañó que personas del lugar nos preguntaran a nosotros cosas que de bien seguro ellas ya sabían. Creo que tenían ganas que escuchar nuestras voces.
Llegamos al coche y lo miré detenidamente. Estaba intacto.
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