domingo, 14 de septiembre de 2025

Hermanos en Andalucía-Sábado 5 de abril de 2025

 

Sábado 5 de abril de 2025

Los primeros momentos de la mañana fueron algo inusual. La explicación está en que yo tengo una forma muy extraña de dormir; vamos, que me despierto a cualquier hora sin motivo aparente y aprovecho para «trabajar», es decir, pasar fotos al ordenador o subirlas a las redes sociales, o escribir o buscar información. Total, que eran las tres de la madrugada y yo me encontraba sentada en la cama haciendo no recuerdo qué mientras mis hermanas dormían plácidamente. Bueno, eso de plácidamente para Beli no: ella ronca y mucho; dicen que yo también. La cuestión es que quise grabarla para decirle por la mañana: «¿Ves como sí roncas?».

Pues bien, al despertarnos, y aún las tres en la cama, se me ocurre poner la grabación. Maruchi, enfermera de profesión, no tardó en puntualizar:

—Eso son apneas.

Yo sabía qué eran las apneas, pero no las había reconocido. Puse atención y sí, nuestra hermana mayor tenía razón. Beli preguntó:

—¿Y eso qué es?

Nuestra enfermera particular le explicó:

—Que te quedas un rato sin respirar, pero un buen rato, y luego, cuando tu cerebro lo advierte, hace como que te despierta para que te acuerdes de respirar. No me extraña que vayas siempre tan cansada; no duermes bien. Debes ir a tu médico y explicárselo. Te tendrán que hacer un estudio y ponerte algún corrector o tratamiento.

Decidimos que desde allí mismo pediría cita médica, pues Mútua de Terrassa, que es su gestora sanitaria, suele dar horas con mucho retraso. Así, al acabar el viaje, ya tendría esos días adelantados.

 


 

El día había amanecido soleado a rabiar, aunque continuaba el aire fresquito y agradable.

Hoy comenzábamos la ruta del sur. En menos de media hora ya estábamos en el aparcamiento del Puerto de Santa María. Se encontraba justo al empezar el paseo fluvial del Guadalete, no supe encontrar otro más cercano. Bueno, sí, había visto otro a unos doscientos metros del nuestro, pero había leído las reseñas y, a pesar de ser público también, no me había convencido. La cuestión era que podíamos ir hasta el centro río arriba. No obstante, justo al principio había obras y estaba cortado. Ya nos descolocamos: al sur, el ancho río; al este, una calle cortada; al oeste, vuelta atrás; y al norte, terreno de matorrales. Entonces vimos a un hombre que salía de su vehículo, aparcado allí mismo. Creo que fue la única vez en todo el viaje que realmente tuve ganas de preguntar. Resultó que él también iba hacia el centro: «Si me siguen…». Y tanto que le seguimos, aunque en un principio nos metiera por el terreno, que, como había llovido el día antes, aún estaba algo enfangado.

Por fin, tras algunos rodeos, llegamos al paseo. Y después de casi dos kilómetros llegamos al Castillo de San Marcos. Nos esperaba un día muy movido y ya estábamos cansados.


La suerte, al menos, se hallaba de nuestro lado. Nos encontrábamos contemplando el exterior del pequeño castillo y haciéndonos fotos en la plaza adyacente, la de Alfonso X el Sabio, cuando vimos llegar un coche tirado por dos caballos. Parecía esperarnos; efectivamente, subimos. Aquel paseo en coche de caballos por la ciudad del Puerto de Santa María fue de las mejores cosas que nos pasaron en el viaje. Y es que el cochero era lo mejor de lo mejor; no solo conducía magistralmente a los equinos, sino que también se giraba continuamente para explicarnos, con ese acento suyo tan gaditano, todo lo que sabía (o vete a saber si se lo inventaba) sobre los edificios por los que nos iba llevando. De vez en cuando saludaba o era saludado por los transeúntes. Todo un personaje ese portuense.

Aunque lo mejor sucedió al llegar a la Plaza de España, delante de la Basílica de Nuestra Señora de los Milagros. Allí, un grupo de jóvenes muchachas formaban algarabías mientras se hacían fotos ante la fachada. El cochero —Antonio era su nombre— se ofreció a hacernos fotos también. No sé cómo ocurrió, pero empezamos a comunicarnos con las chicas. Resultó que una de ellas, con un ridículo vestido blanco y velo, iba a casarse próximamente, y estaban celebrando la despedida de soltera. Nos explicaron que la mitad venían de Cataluña o habían vivido por esas tierras. Con las bromas, la casamentera nos acercó una hucha mientras una de sus compañeras nos explicaba que estaban haciendo una recolecta, porque las bodas de hoy día son muy caras, y que con ayuda de gente de buena fe el préstamo a pedir para el casamiento sería menor. Yo, que soy de esas personas que se lo creen todo, le pregunté:

—Pero… pero ¿de verdad tienes que pedir para poderte casar?

Se me cortó la alegría de golpe; sentí una frustración inexplicable. Seguía sin entenderlo. Mis hermanos, mientras, nos miraban a la expectativa. Entonces las chicas se pusieron a reír, y entre carcajadas me dijo la novia:

—¡Que noooo! Que esto forma parte del teatro que estamos montando. ¿Cómo voy a pedir dinero para casarme? Todo es el mismo cachondeo.

Reconozco que uno de mis no-dones es el sentido del humor. Nunca sé discernir la broma de la realidad. Así me va…

El cochero acabó su recorrido en el mismo lugar en que lo comenzamos. No recuerdo cuánto le pagamos por la carrera, pero sí me acuerdo de que le dimos cinco euros de más y le dijimos que era para la comida de los caballos. El hombre, con su humor de buen gaditano, nos contestó mientras hacía desaparecer el billete azul: «Estos… estos comen antes que mi suegra».

Volvimos hacia el coche por el mismo camino por donde habíamos venido, acabando la visita de esta pequeña ciudad mucho mejor de cómo la habíamos comenzado.

 

 

Llegamos a Chipiona con hambre, por lo que lo primero que hicimos fue buscar dónde comer. Al final encontramos un restaurante regentado por un gallego, frente al mar, y comimos tras unas grandes cristaleras que nos quitaban del aire fresco que venía del océano. Luego paseamos tranquilamente por toda la costa, que es larga, pues esta ciudad es como un cuadrado, con dos de sus lados de cara al mar. Disfrutamos mucho viendo la diversidad de monumentos que tiene: el de la luz, los cangrejos de la playa, la estatua de Manolo Sanlúcar y el altísimo faro. Nos faltó llegar al monumento a Rocío Jurado, pero aunque solo habíamos andando unos dos kilómetros, estábamos cansados, unos más que otros. Por suerte, yo aún tenía marcha, así que ellos se quedaron sentados frente al mar mientras yo volvía sobre mis pasos a buscar el coche. Esto de la ubicación a tiempo real es una maravilla; nos coordinamos a la perfección, y nos encontramos sin problemas.


Ya de vuelta, pasamos cerca del monumento a Rocío Jurado; nos desviamos adrede para llegar a la rotonda donde está y poder verlo aunque fuera desde el coche.

Tras llegar al hotel, cenamos en la habitación triple, y a dormir que mañana nos esperaba otro tute.

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